Nov 10, 2006

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El niño que miraba el infinito



Cuando todos los demás jugaban, cuando sus compañeros recogían la pelota y la lanzaban contra los demás, mientras algunos intentaban cazar mariposas y otros recolectaban todo tipo de basura para no sabían muy bien qué, mientras todo eso, el niño que miraba el infinito miraba el infinito. Ninguna de sus profesoras se quiso de dar cuenta de lo que le pasaba, quizás sería así, quizás viera cosas diferentes o quizás, simplemente, fuera un poco rarito. Sus padres parecían normales, buena gente, gente de fiar; eran ese tipo de personas a las que le confiarías las llaves mientras estás de vacaciones para que te rieguen las plantas y te bajen y suban las persianas una o dos veces al día. Como nadie se quejaba, todo iba bien.

Los recreos eran para el niño el momento de ir a las escaleras, sentarse en la última y cruzando los pies como los indios de las películas cuando fuman la pipa de la paz mirar a los grifos. No seguía con la mirada ni a las avispas que en verano se acercaban a la fuente ni a los demás niños sedientos que mojaban sus bocas escandalosamente empapándose a la vez las camisetas. Él estaba ahí sentado, en su mundo, el infinito. Pero, como algunos temían, ése no era su mundo sino la salida que encontraba a su mundo, el que tenía que ver, vivir, respirar en su casa; y sin poder lamentar. Ése era su llanto, su manera de llamar la atención. Gritos desgarrados que se perdían en el silencio más sepulcral de los que lo miraban.

Desde el detalle más insignificante hasta el más inmenso cielo, todo valía, todo captaba su atención. En su esquina sólo estaba él. Sus gestos no correspondían con su edad pero tampoco parecían imitados; se sujetaba la mandíbula con la mano extendida sobre el pómulo y con la otra mano el codo; o se tapaba los ojos ante su imaginario muro de las lamentaciones. Alguna vez se distraía pintando con una tiza en el suelo, garabatos enfermizos y repetitivos, hacía bucles, espirales sin parar que también le recordaban su amado infinito, el lugar en el que hasta lo más discreto es abstracto. Y el niño miraba y miraba, aunque pareciera que no veía nada.

Pero todo se pasó. Un día el niño que miraba el infinito dejó de mirar el infinito. Más aún, dejó de mirar. Incluso podríamos decir que el niño que dejó de mirar al infinito dejó de ir al colegio. Todos creían que estaba enfermo, pero su enfermedad la sufría mucho antes, ahora se había curado. Simplemente el niño dejó de mirar al infinito porque dejó de ver, de vivir, dejó de respirar; incluso no tuvo que lamentar. Ahora eran otros los que miraban al infinito por no cruzarse las miradas, por vergüenza. Esa era la forma que tenían que lamentar, al igual que el niño y como lo hicieran antes, en el más absoluto silencio. Silencio sepulcral tenía ahora más sentido que nunca.

Por favor, que ningún niño tenga que mirar al infinito.


[http://piru5j.blogspot.com/2006/10/el-nio-que-miraba-el-infinito.html]

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